martes, 15 de mayo de 2012




La fotografía española en el XIX



Nicephore Niépce, en 1826, obtendría la primera fotografía, la célebre Vista desde la ventana, y Louis Jacques Mandé Daguerre, en 1837, conseguiría un autorretrato, siendo a la postre este autor el que se haría con las mieles del éxito tras una campaña publicitaria francesa de hondo calado en los cenáculos académicos. El 10 de noviembre de 1839 se toma en Barcelona un daguerrotipo, y ocho días después se hará otro en Madrid, extendiéndose como una mancha oleaginosa el invento por la península e islas en poco más de dos o tres años.

Este nuevo arte llama rápidamente la atención de la burguesía del siglo XIX. Si la nobleza había venido usufructuando los retratos al óleo como fórmula artística de perpetuar su magnificencia y calidad sanguínea, la burguesía liberal nucleará las clientelas de los fotógrafos al haberse adueñado de una técnica artística novedosa que reproducía la imagen personal con una pasmosa verosimilitud.

Si bien los pioneros de la daguerrotipia en España fueron científicos de talante progresista espoleados por la curiosidad, este arte será introducido en la península por operadores profesionales extranjeros como el galés Charles Clifford (1819-1863), afincado en Madrid, quien se dedicó a la enseñanza fotográfica desde 1854. No obstante, la faceta más sobresaliente de Clifford fue la de acompañante de los viajes regios efectuados por Isabel II. También destacan el Conde de Lipa, Eugenio y Enrique Lorichon -entre los más destacados-, que a la par que fotografiaban, enseñaban, en cursillos acelerados, los rudimentos técnicos a una pléyade de discípulos, los cuales acabarían por afianzar y difundir el revolucionario invento a todo lo largo y ancho del territorio. Además, estos primeros daguerrotipistas de origen extranjero, no se encastillaron en Madrid y Barcelona, sino que se dedicaron a viajar, expandiendo el fenómeno fotográfico merced a su labor pedagógica antes reseñada. Nacen así los fotógrafos transeúntes.

En 1847, Pérez Rodríguez publica el "Álbum de Cañabal" pasando a ser uno de los primeros fotógrafos españoles que comercializan la imagen ilustrada con calotipo. Francisco de Leygonier y L. Masson introducen el trabajo "calotípico" en Sevilla, dedicándose L. Masson, en concreto, al tema Taurino. A pesar de la abundancia de fotógrafos que trabajaron en negativo de papel en España, hoy en día apenas se cuenta con muestras significativas de su obra en esta técnica. La producción "calotípica" no es brutalmente relevante en España. Sin embargo, los calotipistas dejaron una rica colección de la imagen del país al contrario de los daguerrotipistas, más concentrados en el retrato.

Promediado el s. XIX, los daguerrotipistas se han afianzado en ciudades como Madrid, Barcelona, Sevilla, Valencia, Zaragoza, Málaga, Santander o Jaén, siendo norma habitual fotografiar en improvisados estudios -caso de los operadores transeúntes- o en gabinetes estables -situados en las ciudades principales-, desplazándose los clientes hasta el establecimiento. En general, los transeúntes fueron los que adoptaron la fotografía como oficio, lo que a la postre acarreaba dotar a este invento de un preclaro sentido comercial, consiguiendo divulgar los retratos con su bregar cotidiano, permeando con prontitud las mentalidades de los estratos sociales medios y altos. Conforme avanzaba el decenio de 1850, el arte de Daguerre, tras convulsionar los gustos burgueses, le había ganado la batalla a la miniatura pictórica, aunque el daguerrotipo estaba en franca decadencia, pues había sido sustituido por nuevos procedimientos fotográficos.

En la España de Isabel II, tanto la burguesía moderada como la progresista, hallarán en los retratos fotográficos la fórmula de potenciarse icónicamente como clase social pujante, dinámica y responsable de los cambios estructurales -en todos los órdenes- acaecidos en el país.

Surjen las tarjetas de visita, las cuales suponen el nacimiento de los álbumes fotográficos: se coleccionan retratos de los familiares y amigos, y asimismo se adquieren en el mercado los retratos de personalidades de la política y del espectáculo. 

Pero no sólo los vivos habitan en los álbumes, pues junto a éstos se adicionan las fotografías de los familiares fallecidos, siendo el cadáver vestido con su ropa habitual y sentado en una silla o mecedora, reclinado en un diván o acostado en una cama, con la intención de que el recuerdo del finado no se pierda, sino que su imagen sea aprehendida e incorporada al álbum familiar.

Los reportajes fotográficos bélicos hacen furor entre el público, y las placas que muestran escenas de guerra y de ejércitos en campaña son mostradas en los espectáculos ópticos que deambulan por las poblaciones en días de feria. La propaganda política por medio de la fotografía no será algo exclusivo de los liberales isabelinos, pues los carlistas emplearán masivamente fotos del pretendiente Carlos VII para popularizar su imagen entre los españoles, ya que su facilidad de transporte permitía sortear la censura impuesta sobre medios de comunicación impresos.

El francés Jean Laurent, que arribará a España en 1857 en calidad de corresponsal gráfico de la revista ilustrada La Crónica, inicia una tanda de viajes por las costuras hispanas, acumulando miles de placas fotográficas producto de sus continuados viajes, registrando visualmente obras de arte, tipos populares, tendidos ferroviarios y obras públicas -como canto del progreso-, paisajes y vistas panorámicas de ciudades, retratando también a múltiples personas en su gabinete matritense.

Finalizando el decenio de 1850, la técnica fotográfica había evolucionado lo suficiente como para no requerir complicados conocimientos fisicoquímicos. En las capitales de más relieve se podían comprar los útiles necesarios para dedicarse profesionalmente al arte de Daguerre, pues las casas especializadas los fabricaban de forma industrial, lo cual abarataba precios. Las emulsiones para revelado y fijado habían dejado de ser peligrosas -hasta entonces eran altamente explosivas, y su manipulado peligroso. Se publicaban numerosos manuales de fotografía accesibles para cualquiera que se planteara dedicarse profesionalmente a semejante oficio, pues con minuciosidad se describían los procedimientos técnicos y los aparatos básicos para el montaje de un estudio. La iluminación de dichos estudios procedía de la luz solar, siendo la más aconsejable la cenital, por lo que en los gabinetes se instalarán cristaleras -regulables- para ajustar la luz recibida en función de la hora del día y de las condiciones atmosféricas. El campo retratístico sería el principal filón para estos operadores establecidos en las ciudades y pueblos.

            En la ciudad de Jaén, en 1858 trabajan dos fotógrafos: Higinio Montalvo y Genaro Giménez, haciendo lo propio Amalia López de López en 1860.

Amalia López fue la primera mujer dedicada profesionalmente a la fotografía en España, si bien en la misma época fotografiaba en Barcelona otra mujer, Anaïs Napoleón, aunque en compañía de un hermano. Diez años más tarde -en 1868-, regentará estudio en Sevilla Pastora Escudero, y en 1869, Luisa Dorave ejercerá como fotógrafa en Málaga.

Amalia López Cabrera nació en Almería, llegando a Jaén muy joven, casándose en junio de 1858 con el editor y tipógrafo Francisco López Vizcaíno, dueño de una afamada imprenta jiennense. Esta profesional, que rotulará las cartulinas de sus fotografías con el nombre Amalia L. de López, aprendió las claves del oficio del Conde de Lipa -vivió en Jaén una temporada retratando y enseñando fotografía-, y su sentido publicitario hizo que insertara un anuncio en el periódico local El Anunciador de la provincia de Jaén. Amalia López tenía conciencia de ser una profesional capaz de competir con los fotógrafos más pujantes del momento, pues participó con su producción gráfica en un concurso nacional celebrado en 1868 en Zaragoza, codeándose con la flor y nata de los fotógrafos matritenses -Juliá o Martínez de Hebert-, catalanes -los hermanos Napoleón-, o zaragozanos -Mariano Judez-(13). En septiembre de 1868 se pierde su rastro fotográfico.

Higinio Montalvo Sastre (nace hacia 1815 en Sangarcía, Segovia) se inició desde temprana edad en la pintura, profesión arraigada en el círculo familiar. En la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid de 1858 participó como uno de los tres jurados encargados de seleccionar obras para la misma.

Las décadas de 1870 y 1880 vendrán marcadas por la masificación de la fotografía, porque los estudios pululan por la geografía nacional y los precios se han ido abaratando progresivamente, con lo que la fotografía ha penetrado todas las capas medias de la sociedad. Y los profesionales saldrán del encapsulamiento de los estudios para practicar la ambulancia fotográfica, es decir, que viajarán por los pueblos más cercanos para retratar en las localidades que no disponían de gabinete, regresando al atardecer al estudio fotográfico para revelar las placas. Los operadores ambulantes aprovechaban las ferias de cada lugar para viajar a los pueblos, transportando la cámara y fotografiando en plena calle, colocando una sábana blanca a modo de telón de fondo en los retratos.

La revolución llega en 1888 con el invento de la cámara portátil Kodak, la cual constaba de un carrete que se podía revelar en cualquier laboratorio de la marca, abaratando mucho los costes y poniendo la fotografía a manos de la clase media. Su inventor, Eastman, lanzó al mercado el lema: "Apriete usted el botón...nosotros hacemos el resto", proliferaron a partir de entonces y favorecieron la aparición del fotógrafo aficionado.

A finales del siglo XIX el grupo de los fotógrafos se divide en profesionales y amateurs. Mientras que los profesionales procuran sacar rentabilidad al negocio de la fotografía, los amateurs experimentan e investigan en solitario. Las carreras de profesionales y amateurs avanzan en paralelo con la única diferencia del interés económico. La propulsión del desarrollo de la fotografía es labor de reporteros, galeristas, amateurs y las corrientes artísticas desarrolladas en otros países. Y de forma casi anónima ambulantes y minuteros también forman parte del desarrollo. Éstos recorren pueblos y ciudades retratando a hombres, mujeres y niños portando el pesado equipo fotográfico junto con telones que emplean como fondo de las composiciones. Algunos realizan fotos de carné para las tarjetas de los ferrocarriles. Los minuteros ofrecen un trabajo rápido en parques, plazas o verbenas revelando y positivando al momento por poco dinero.



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